jueves, 15 de noviembre de 2007

MAS PARA EL APRENDIZAJE


Muchos de nosotros nos hemos entusiasmado demasiado, al menos por un momento, cuando viendo «The Matrix» (la primera de la saga) nos sorprendimos y esperanzamos al mismo tiempo con la escena «El entrenamiento»: Aquella en la cual Neo recibía clases de Jujitsu, Kung-Fu y hasta «boxeo borracho», mientras su cuerpo descansaba en un sillón... Por un momento nos imaginamos la posibilidad de adquirir conocimientos o nuevas habilidades con tan sólo «instalarnos» un programa, sin la necesidad del esfuerzo, dedicación y «pérdida de tiempo» que demanda cualquier proceso de aprendizaje.
Y otro caso es el que podemos observar en cualquier aula de cualquier universidad, donde en cada examen permanece siempre latente la posibilidad de sorprender a algún alumno mirando la hoja del compañero/a, cuando no valiéndose de algún «ayuda memoria» (machete, acordeón). Y eso que estarnos hablando de la formación profesional, ¿no? Aquella que uno eligió porque le gusta, por vocación o por cualquier otro motivo... Suponíamos que esta etapa de formación podía ser afrontada con mayor responsabilidad y ni se diga de Maestrías o Doctorados, lo cual es verdaderamente penoso.
La paradoja parece instalada: Todos queremos «saber», pero, aparentemente, resulta mucho más cómodo cuando no se necesita «aprender» para lograrlo, ¿entonces?
Vaya uno a saber por qué, desde niños comenzamos a vivir las experiencias del jardín de niños o maternal, escuela primaria y secundaria, como algo que no se puede evitar y que, para peor, nos resta tiempo de juegos y esparcimiento.
Entonces, procedemos a categorizar y todo lo que tenga que ver con aprender algo pasa recibir un connotación no del todo positiva y a experimentarse como una especie de «carga».
Y también el tema de los roles experimentados debe asumir un papel importante a la hora de explicar la forma en que hoy nos relacionamos con quienes nos imparten enseñanza de algún tipo: La posición de autoridad desde la cual nos miraban nuestros primeros maestros iba a marcar en nosotros la forma en la que debíamos relacionamos con nuestros futuros «instructores» de allí en más.
Pero no todo pasa exclusivamente por una relación de autoridad. Otro punto que también merece algún análisis puede ser el de esa pasividad con la cual acostumbrábamos recibir los conocimientos que se nos impartían. Entonces, desde ese punto de vista, tampoco podíamos involucrarnos demasiado en el proceso, sino más bien debíamos sentarnos a «escuchar y aprender»...
Con todo esto y algunas otras cosas de las cuales no hemos hecho referencia, ya podemos comenzar a entender por qué aquello que tiene que ver con aprender algo no suele verse como una experiencia demasiado apasionante.
Por todo lo anterior, resulta necesario trabajar duramente en captar el interés de nuestros alumnos, motivarlos e involucrarlos en el proceso. Ya aprendimos que considerar a los alumnos como «sacos vacíos» deseosos de ser «llenados» de conocimiento, no parece ser el mejor modelo ni el enfoque más apropiado.
Y para despertar el interés por algún curso, por ejemplo, nada mejor que un buen título. El título es fundamental porque es la primera impresión; y como rezaba algún comercial de desodorantes de los noventa: «La primera impresión es la que cuenta». El titulo debe ser breve e impactante. El título debe traducir el beneficio que recibirá todo aquel que tome el curso o el seminario o lo que fuere. Y cuando no se puede transmitir todo eso sólo con el título, una buena descripción puede ayudar a nuestros fines, pero siempre haciendo hincapié en los beneficios, pensando empáticamente en qué es lo que nuestros potenciales alumnos pueden necesitar o qué es lo que a ellos los motivaría para «perder el tiempo» tomando ese curso.
Pero tampoco el título lo es todo: Así como el «amor a primera vista» no garantiza el éxito, sino que hay que esforzarse día a día para construir la relación, una relación docente también debe construirse día a día o clase a clase, aún cuando se trate de relaciones que no comparten el mismo tiempo o espacio físico.
Y para la construcción de esa relación, uno de los aspectos más importantes radica en ser claros y precisos en la comunicación y en lo que se quiere transmitir en cada clase. No hace falta decir «en difícil» lo que puede transmitirse de otra forma. Un lenguaje simple y directo es por lo menos igual de académico que cualquier otro más complejo. La complejidad no hace al interés del alumno, sino las ideas que pretenden transmitirse. Es muy difícil mantener «enganchado» a un alumno, cuando este dedica la mayor parte del tiempo a entender el lenguaje del docente, y eso sí es pérdida de tiempo en la mayoría de los casos. La atención del alumno debe centrarse alrededor de los contenidos, en el mensaje. Un mensaje complicado es un mensaje perdido. Y cuando una clase no se entiende, debemos revisar muy bien cuál es la cuota de responsabilidad de cada una de la partes involucradas. De la misma manera, es sabido que no se puede mantener la atención por mucho tiempo si no se incluyen «descansos» en los cuáles los alumnos puedan relajarse, al menos por unos minutos, para luego sí retomar la clase con la atención renovada.
Otro aspecto que no se puede descuidar es la participación del alumno. Dejar al alumno relegado en el rol de escucha o lector puede resultar la mejor forma de hacer ineficaz un proceso de enseñanza. Debemos invitar a nuestros alumnos a asumir la responsabilidad de su capacitación, debemos invitarlos a asumir desafíos, a tomar decisiones, y todo esto podemos lograrlo estructurando una enseñanza abierta y participativa. donde el alumno tenga un rol protagónico y activo.
Como vimos hasta aquí, no resulta tarea fácil. Más aún, considerando que no estamos planteando, ni más ni menos que un cambio de paradigma en el proceso de enseñanza. Un cambio de paradigma desde el cual se logre que los alumnos quieran aprender, no sólo para llegar a algún «lugar» distinto en lo que respecta a sus conocimientos vigentes, sino porque también disfrutan del «viaje». Y este es el desafío.
Debemos dejar de considerar al alumno como un simple «receptor» (o mucho peor, «recipiente»), para ayudarlo a ocupar el lugar que no sólo se merece, sino que debe ocupar para hacer del aprendizaje una experiencia motivadora, placentera y enriquecedora. Una experiencia, que lo tenga como protagonista y que lo haga participar, pensar, aplicar, que lo ayude a entender, que lo invite a repetirla una y otra vez, con la siempre presente motivación de adquirir conocimientos que favorezcan la generación de nuevos «saberes», pero «saberes» que tengan que ver con la historia de cada alumno, personalizados y contextualizados a la circunstancia. de cada uno de ellos. De nada vale convertirse en un experto «repetidor» o en un «vocero» de conocimientos ajenos: Eso no es aprendizaje.

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